viernes, 24 de diciembre de 2010

Un disfraz de Navidad

Las paredes estaban más frías, y la casa parecía cada vez más somnolienta. Alejandra ya conocía la soledad que siempre la acosaba. Pero fue ella quien la prefirió antes que su familia. Aceptaba la culpa.

Desde su cama escuchaba los patios de quienes festejaban, notaba el brillo de los adornos de los vecinos. Envidiaba las coloridas almas de los demás. Pero luego se daba cuenta de que no importaba: se consolaba pensando con que muchos estaban en situaciones peores.

Se enrolló entre soliloquios y sábanas. Aspiro fuertemente el aire helado, como introduciendo por la fuerza algo de optimismo. Durmió un rato.

Ya entrada la noche decidió salir aun sin saber para qué. Se colocó la bufanda, suéter, los guantes y el respectivo gorro. Tomó algo de dinero y salió.

Apenas y nevaba. Caminó tranquilamente durante algún rato, sin prestar atención a su entorno. Solo trataba de encontrar una explicación a tanta alegría en las personas. Le parecía que eso de la navidad era algo trivial. Situaciones que podían conseguirse en cualquier época con la más mínima cucharada de fe.

Pasó por el rincón del algún suburbio, y vio a una chica casi de su edad, acurrucada, calentando su espíritu en una débil fogata bajo la sentencia del sereno; vestía con harapos y remiendos, pero su presencia era algo distinto. Arrastraba en la opacidad de sus ojos toda una historia, toda una vida. Alejandra pensó que sería interesante tratar con ella, y decidió invitarla a una cena y algo de ropa.

Luego de vestirla adecuadamente fueron a comer juntas, platicaron buen tiempo con gran entusiasmo: como si hubieran sido conocidas desde la infancia. Por un momento, Alejandra olvidó todas sus preocupaciones. Era una sensación que la había abandonado hace mucho, pero aquella chica se la había devuelto.

La nueva amiga de Alejandra dio un tímido sorbo al café, y con más soltura y confianza preguntó:
-Dime una cosa Ale, ¿por qué estás sola?
-No lo estoy -dijo mientras le mostraba un frasco de píldoras que había sacado del abrigo-, ¡Ellas me acompañan siempre!

Ambas rieron. Otro sorbo.

-Me refería a tu familia. No vives con nadie, y pareces triste… y ahora es navidad y…
-¿Qué es navidad? – interrumpió Alejandra. Acercándose más a su amiga sentada enfrente.

Esta última calló un momento, pensando quizás la respuesta. Sonrió, y muy alegremente dijo:
-¡Nadie puede saberlo! Cada quien inventa la navidad tal y como lo desea…
-¿Y para ti? –inquirió Alejandra, extrañada por la forma de responder de aquella.
-Para mí. Umm… Para mí, Navidad es saber que seré miserable el resto de mis días, pero que compartiré un mismo fuego con mis hermanos de la calle, y que en algún día de frío, una hermosa chica me tratará como princesa y hablará conmigo.

La otra sonrió sin creer aquello. Luego afirmó:
-Eso es resignación, esperanza… ¿Por qué creer en ello?
-Porque quizá algún día necesites hablar con una vagabunda en navidad para no sentirte sola… y no precisamente por que sea tu voluntad.

Contestó sin perder el ánimo en lo más mínimo. Hubo algún silencio. Alejandra conoció la sabiduría en aquellas mejillas manchadas. Sonrió para sí por que se sentía mejor. Nada había dicho; sin embargo, conoció la verdad.

Así continuaron celebrando y conviviendo durante toda la noche, tal y como las personas felices lo hacen.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Noche con aroma a jazmín.

Era aquella una envejecida noche en las caléndulas de abril. Noche de frío y bruma ladrona. Noche de abismos para los recuerdos suicidas.

Y en aquél lugar de la Argentina, una mujer tragaba, pesarosa,  lo último de su amarga bebida; se mordió el labio de abajo con sensualidad mientras apartaba con sus helados y escrupulosos dedos la ridícula copa. Se despegó del asiento en el que había permanecido algunas horas, se acomodó el brilloso cabello y sacudió un poco las mangas del sobretodo.

Había en aquél fantasioso bar una densa atmósfera de humo, alientos blancos con hedor a mil derrotas, a puentes fecundos en soledad, parecidos a esos fantasmas que lloran penas ajenas. Sonaban imperiosos los brindis al chocar: era el relincho afanoso de quien quiere destruir otra vida. Y como siempre, todo empezaba en el roble de una mesa. Beatriz lo sabía con claridad, pero se desentendió: de todas formas ya había perdido tiempo atrás. También, de reojo y con asco observó unas mujeres en el local, semidesnudas, con la piel brillosa a fuerza de aceites, y los dientes amarillos como los del peor vagabundo de la ciudad. Le molestaban las estrepitosas y ridículas carcajadas de los borrachos; pero llegaba a envidiar a quien paría aquél ruido.

Un pensamiento se cruzó temeroso por su cabeza: “en aquél lugar de algún suburbio se alojaba el argumento del mundo entero”

Se dio paso a la acera, con la espalda erguida y las pupilas dilatadas. Tuvo la sensación de ser diminuta, pero libre. Caminó absorta en el pensamiento aquél del argumento del mundo y todo eso; fue barajándolo y dándole vueltas en la cabeza como si buscara el hueco en el que ella pudiera caber.

Entró por fin a su casa, sola, impregnándose del “aroma a jazmín de Buenos Aires”. Pasó a su pieza, puso tranca y se acostó en posición fetal, quedando dormida de inmediatamente.

Se despertó minutos después, por algún susurro de su nombre. Abrió los ojos y solo apreció la oscuridad; procuró calmarse y se quedó viendo las manchas de humedad en el cielo raso. Quiso levantarse, pero no pudo moverse. Se asustó e intentó de nuevo, pero el mismo resultado. Se alteró rápidamente, y le pareció ver a sus pies el humo resacado de aquél bar. Le parecía escuchar de nuevo las carcajadas violentas, los vasitos agrietándose tras cada brindis… ¿Acaso lo habrá atribuido a la embriaguez?

Paseó sus ojos (lo único móvil en su cuerpo entonces) por todos lados, ágiles y temerosos. Y entre la oscuridad se sobresaltó internamente al ver a su difunto marido de pié, junto a su cama… Pero no podía moverse, ni siquiera un poco.
Sintió como si toda la melancolía del mundo se reuniera en forma de nube nocturna para darle un abrazo. El viento resopló las cortinas entrometidas, que le descubrieron los ojos llorosos y cobardes, hartos de estar abandonados a la suerte de un disfraz.

Por un momento se acordó del gigante invisible que todos mencionan; pero así, tan quieta como la ciudad, y con todo el pesar de un amor asesinado a la diestra, se sintió más idiota que nunca.

Cerró los ojos, y entregó su delineado cuerpo a aquel espectro. Era aquella la sombra que la llevaría a un lugar lleno de luces y donde habitaba una relativa pero inmensa paz, lejos de los bares, el güisqui y la quietud macabra de las noches de abril en Buenos Aires.


jueves, 2 de diciembre de 2010

Pinturas y Testamentos


El muchacho había estado ocultándose durante meses, tanto de su conciencia y su familia, como también de la justicia. Estaba acostumbrado a estar aislado, además había matado a su hermano hace días, y nadie más lo vería de la misma forma. Lo mató por que debía hacerlo. Existen cuestiones de honor que ni la familia debe atreverse a meter narices. Siempre, todas las noches, sentado en la tina y con el agua helada refrescándole la piel, recordaba el episodio macabro una y otra vez, mientras se cubría el rostro con una toalla. Sentía cierto placer en evocar aquello, aquel cuarto blanco manchado era el mejor testigo. Se lamentaba de vez en cuando, pero a veces se detenía a pensar (en la calle, en la subida del metro, mientras comía o cuando estaba en esas incontables noches de insomnio, en cualquier lugar y a cualquier hora), y se daba cuenta de que al fin y al cabo aquello era merecido y justo.
Desde hace algunos días había empezado a salir a los parques luego del trabajo: se paseaba en las aceras y se sentaba en alguna banca para ver a las personas, pero tal y como siempre, llegaba a sentir asco por ellas: un sentimiento de desagrado y repulsión por la humanidad en general. A veces se desesperaba y le sucedían cefaleas terribles, por que sabía que era uno de esos pérfidos vanidosos que caminan impulsados solo por el deseo de satisfacer su ego; nunca pensó en el suicidio, sin embargo.
Pasados unos meses, en uno de sus soliloquios, dijo sentirse presionado, como estar oprimido dentro del marco de una maldita pintura antigua, marcado por el pasado y reconocido solo por el mismo. Y es que el muchacho nunca tomó en cuenta desahogarse con lo que las personas llaman “amigo”… él pensaba y se preguntaba a quién realmente podría interesarle escuchar lo que un criminal tiene que decir, o a quién le importarían las sensaciones sicológicas o las percepciones vitalistas de un enfermo. “A nadie” se decía. Por eso siempre se aislaba. De chico también lo hacía: Las noches oscuras y tempestuosas en las que se acostumbra a cenar en familia y contarse entre miembros como ha sido el día laboral, el los pasaba escribiendo poesía o acostado en su cama, descubriendo manchas amorfas en el techo.
Sus sueños nocturnos se hacían cada vez de menor prolongación, y las ojeras empezaban a aparecer bajo sus ojos como el abismo negro que sentía en el pecho. Dejó de salir por las tardes y evitaba las horas pico para no tener que toparse con los cúmulos de gentes. Prefirió la nocturnidad, el sereno, las estrellas compitiendo con las luces de la ciudad, prefirió aquella esencia a desesperanza que se sentía cerca de los bares y las iglesias. Se paseaba viendo los taxis, los altos edificios de una patria ajena, viendo todo el resultado de un exilio indicado por su propio corazón y avalado por su herrumbrosa conciencia.
ººº
En un día de tantos, uno de esos en los que la luna es nítida el salió a caminar como de costumbre. Hacía 13 años que había escapado al fantasma de la muerte de su hermano, ocultándose en el concreto de una ciudad de humo. Era de noche y caminaba, caminaba aquel hombre adinerado que se había creado una fama, una reputación mayor a la anterior. Había aprendido a no detenerse y lamentarse por todo. Su vida era mejor ahora que no pensaba en las personas de la misma manera.
Ese día resolvió caminar por una calle que le conocía las suelas. Y se fijó con interés, por vez primera, en aquél salón de pinturas. Siempre había estado allí, pero pasado por alto. En esa ocasión llamó la atención del muchacho, y las puertas de cedro barnizado lo invitaron a pasar. Nunca se había detenido a apreciar la belleza del lugar.
Entró y se topó con una sala de pinturas semivacía. Sus visitantes escaseaban y los cuadros eran sobre-abundantes. Las habían por todas partes de todas las formas, tamaños y colores. El muchacho nunca fue quién para estar en lugares así. Por lo tanto aquél era un mundo nuevo que se dispuso a explorar de inmediato, aunque al fin y al cabo, sin demasiado entusiasmo: para él, se trataba solo de cuadros manchados.
Al menos así le parecieron al principio. Entre mas salones miraba mas se maravillaba de aquél arte oculto en una pincelada, en un brochazo… Se animó como nunca antes. Las apreciaba de arriba abajo, de un lado a otro. Se detenía en las que eran mas grandes que él mismo, incluso imitaba involuntariamente los gestos de algunas pinturas. Todo aquello se convirtió en una utopía de telas y colores.
Llegó a una sala central, desde la cuál se podían apreciar parte de las demás, y en la que se veía hacia arriba el techo de la construcción decorado con imágenes angelicales y deidades: había al principio un saliente de madera que se adecuaba a la forma de la circunferencia, y era la frontera para aquella magnificencia, más arriba querubines y otros ángeles en todo alrededor con apariencias infantiles, de escasas prendas de vestir y afanados con instrumentos de cuerda como violines o arpas. Todos situados alrededor de una figura central, una silueta sentada y vestida con una túnica rojo pálido y un rostro masculino deslumbrante e imposible de ver con claridad por el efecto de su inmensa aura. Y así también aglomeraciones de personajes parecidos a monjes y sacerdotes. Había sillas distintas a las que conocemos, nubes, árboles, portones plateados, y otras decoraciones… todo pintado de las más sutiles formas, y los colores más refinados y perfectos, todo alrededor de la figura cónica del techo del edificio
Aquella sala, a diferencia de otras, estaba saturada de cuadros: aparecían aves sacadas de los arco iris, imágenes de viejos viviendo en barriles, alguna señora semidesnuda siendo atormentada por un reloj, telas indefinidas, imágenes de cuerpos incompletos o despedazados, árboles de copa perfecta… Todo aquello era excepcional a los ojos del muchacho, por algunos momentos se quedó pensando en la posible fisonomía del pintor de cada una. Las apreciaba y se degustaba…
Pero en aquel… en aquél cuadro que se representaba un hombre derritiéndose estando encerrado en una jaula y a merced de algunas criaturas parecidas a los hipogrifos, con un fondo negro rojizo, un cielo casi imperceptible y una obvia tormenta aproximándose al horizonte, allí fue que se detuvo.
Se imaginó él dentro de la jaula y le pareció horroroso. Tuvo un rápido escalofrío que le recorrió el cuerpo entero y lo hizo sacudirse por inercia una segunda vez. Sintió que de alguna forma pertenecía a la imagen, que toda su vida la había pasado allí, colgado del sostén del muro, viviendo el oscuro horizonte y con animales atroces a su alrededor… recordó su familia y esa jaula brillante llamada conciencia…
Empezó a invadirse de vergüenza contra si mismo, y se sintió tan triste como le habría pasado una década antes. Resolvió irse, y al darse la vuelta, sintió un vértigo tremendo y por consiguiente ganas de vomitar. Intentó correr para escapar, pero sus pies no respondían a nada, y el mareo lo hizo tambalearse hasta caer. Se quedó en el piso algunos minutos, tratando de calmarse, pero entonces le pareció que las paredes, blancas como sus dientes, empezaron a oscurecerse, y los montones de pinturas se agigantaban frente a sus ojos, sentía que lo acosaban, que ya no podía hacer nada. Sintió miedo y se sintió miserable. Trató de mirar el cielo, pero solo observó un techo lleno de imágenes e individuos que ahora le parecían demonios y se acercaban a él con malicia. Sin embargo, nada se le antojaba feo o macabro, al contrario… para él, incluso entonces, la maravilla de las pinturas guardaba toda su esencia, toda su magia pese a haber cambiado su forma inexplicablemente.
Como a cualquiera, le llegó un momento en el que comenzó a desesperarse, pero su cuerpo ya no le pertenecía. Cerró los ojos y trato de quedarse quieto, tal vez sería un sueño…. Solo escuchaba su corazón que latía con la furia de una pura sangre, y su respiración que era acelerada y le hacía cansarse rápidamente. Luego vino el sudor, una sensación húmeda en todo el cuerpo…
Y aún en aquella oscuridad que le procuraba el cerrar los ojos, podía seguir percibiendo lo hermosamente macabras que eran las pinturas… Gritó frenéticamente, y respiraba como si el oxígeno se acabase en aquél cuarto del museo.
De repente, sintió una extraña sensación de alegría, muy vaga, acompañada del revoloteo semejante al de las aves de gran tamaño, como las guacamayas, una psicodélia vertiginosa que lo invadió todo… Respiraba, respiraba, y su corazón acompañaba el acelerado ritmo… No era dueño de su cuerpo, solo del recuerdo de la foto de su hermano…
Y así, en la misma incredulidad con la que había entrado, murió… Asesinado por su jaula, por sus bestias internas, recordando aquella sucesión de colores… muerto por la belleza en el techo cónico y los muros de un museo de pinturas… Escuchando su corazón y creyendo estar dormido.