jueves, 16 de diciembre de 2010

Noche con aroma a jazmín.

Era aquella una envejecida noche en las caléndulas de abril. Noche de frío y bruma ladrona. Noche de abismos para los recuerdos suicidas.

Y en aquél lugar de la Argentina, una mujer tragaba, pesarosa,  lo último de su amarga bebida; se mordió el labio de abajo con sensualidad mientras apartaba con sus helados y escrupulosos dedos la ridícula copa. Se despegó del asiento en el que había permanecido algunas horas, se acomodó el brilloso cabello y sacudió un poco las mangas del sobretodo.

Había en aquél fantasioso bar una densa atmósfera de humo, alientos blancos con hedor a mil derrotas, a puentes fecundos en soledad, parecidos a esos fantasmas que lloran penas ajenas. Sonaban imperiosos los brindis al chocar: era el relincho afanoso de quien quiere destruir otra vida. Y como siempre, todo empezaba en el roble de una mesa. Beatriz lo sabía con claridad, pero se desentendió: de todas formas ya había perdido tiempo atrás. También, de reojo y con asco observó unas mujeres en el local, semidesnudas, con la piel brillosa a fuerza de aceites, y los dientes amarillos como los del peor vagabundo de la ciudad. Le molestaban las estrepitosas y ridículas carcajadas de los borrachos; pero llegaba a envidiar a quien paría aquél ruido.

Un pensamiento se cruzó temeroso por su cabeza: “en aquél lugar de algún suburbio se alojaba el argumento del mundo entero”

Se dio paso a la acera, con la espalda erguida y las pupilas dilatadas. Tuvo la sensación de ser diminuta, pero libre. Caminó absorta en el pensamiento aquél del argumento del mundo y todo eso; fue barajándolo y dándole vueltas en la cabeza como si buscara el hueco en el que ella pudiera caber.

Entró por fin a su casa, sola, impregnándose del “aroma a jazmín de Buenos Aires”. Pasó a su pieza, puso tranca y se acostó en posición fetal, quedando dormida de inmediatamente.

Se despertó minutos después, por algún susurro de su nombre. Abrió los ojos y solo apreció la oscuridad; procuró calmarse y se quedó viendo las manchas de humedad en el cielo raso. Quiso levantarse, pero no pudo moverse. Se asustó e intentó de nuevo, pero el mismo resultado. Se alteró rápidamente, y le pareció ver a sus pies el humo resacado de aquél bar. Le parecía escuchar de nuevo las carcajadas violentas, los vasitos agrietándose tras cada brindis… ¿Acaso lo habrá atribuido a la embriaguez?

Paseó sus ojos (lo único móvil en su cuerpo entonces) por todos lados, ágiles y temerosos. Y entre la oscuridad se sobresaltó internamente al ver a su difunto marido de pié, junto a su cama… Pero no podía moverse, ni siquiera un poco.
Sintió como si toda la melancolía del mundo se reuniera en forma de nube nocturna para darle un abrazo. El viento resopló las cortinas entrometidas, que le descubrieron los ojos llorosos y cobardes, hartos de estar abandonados a la suerte de un disfraz.

Por un momento se acordó del gigante invisible que todos mencionan; pero así, tan quieta como la ciudad, y con todo el pesar de un amor asesinado a la diestra, se sintió más idiota que nunca.

Cerró los ojos, y entregó su delineado cuerpo a aquel espectro. Era aquella la sombra que la llevaría a un lugar lleno de luces y donde habitaba una relativa pero inmensa paz, lejos de los bares, el güisqui y la quietud macabra de las noches de abril en Buenos Aires.


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